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lunes, 23 de diciembre de 2019

La Navidad de los Olaizola






La solariega casa familiar quedó vacía y deshabitada a los pocos días del fallecimiento de nuestra madre. Somos cuatro hermanos, aunque vivimos en ciudades muy distantes del globo terráqueo. Desgraciadamente terminamos muy alejados de aquel pequeño paraíso, lugar donde nacimos y pasamos una infancia inolvidable. El devenir de la madurez y eso de la responsabilidad para la supervivencia; trabajo. Han sido y lo siguen siendo nuestra asfixia diaria. Esas denominadas obligaciones con el deber moral y ético, las cuales, nos han obstaculizado resolver todo lo concerniente a la naturaleza de aquel hogar. Nunca fuimos tan felices, en otro sitio, nunca. Y eso que he tenido la oportunidad de viajar por medio mundo. Pero aquel caserío es lo que somos y le debemos nuestra existencia. Mientras se iban resolviendo los trámites de la herencia. Ésta, tiene la particularidad, que no pertenece a nadie. No tiene deudas de catastro y otros gastos de mantenimiento, lo cuales, quedaban cubiertos por una cuenta bancaria común, que dejamos abierta. Curiosamente, fui yo, quien tomó la determinación de comprobar los mensajes telefónicos, ya que nunca dimos de baja la línea de adsl. El gran operador nacional estaba con su nueva consigna de llevar la fibra óptica hasta el último rincón de las montañas norteñas. Pero, la adsl, era el sistema habitual de los lugareños de aquel lugar. Empero, comprobé notificaciones grabadas y evitar posibles prontitudes que pudieran quedar en el olvido, por culpa del abandono. No. No era el caso. Sin embargo, hace como un par de días: el 24 de diciembre, día de Nochebuena. Influido por la trascendencia del día e inconscientemente, acelerado. Sin atisbos de relativas novedades. Comencé a pensar en el soniquete digital tan característico de todo vecino en su aparador. Cuando sonó una llamada a deshoras, ya fuera o no, para nosotros. Aquel zumbido se me engulló a la boca del estómago e interrumpió el devenir de mi comida familiar, para la cual, me iba a preparar. Me asaltó la zozobra de un mal presentimiento.









Me quedé descolocado y nuevamente, sonó mi Smartphone que cogió mi sobrina, Usune y dijo:—dígame. Alguien, contestó con un tono afable, y cautivador, una voz, calcada a la de mi difunta madre. Me descoloqué, pero continúe ante el bullicio y el efecto de las viandas junto a los grados de alcohol. Mi cabeza entró en un runrún. No comenté nada. Además, Usune era una adolescente que no le interesaba lo más mínimo las cuestiones pretéritas de mayores y puretas de turno. Todos nos encontrábamos sentados en el típico restaurante que suele estar lleno de comensales en los días navideños, donde, algún altanero y sudoroso chef aparece, en escena, a preguntarte si nos había gustado la comida.


           Koldo —Exquisita, maestro.
           Pero, muy buena, demonios.
 Chef—¿Rica o muy rica…— Observó la mirada de los comensales.

           Si el local es uno de los que acaba de acceder a las tres estrellas Michelin y están en boga de la gente por hacerse con una mesa: tienes que realizar una reserva con un año de antelación. Esos chefs, que henchidos de ego, aguardan cientos de comentarios con una sonrisa de oreja a oreja. Un ritual que siempre me ha dejado, la duda, si por fingida piedad o puro sarcasmo.

            Chef—¿La lubina estaba en su punto?
Koldo—Por su camino.
Anónimo—Tururú

            No sé quién lo ha dicho. Creo que el camarero tiralevitas, con más de un grado en el cuerpo, que está detrás del gran maestro.










—Cocinar con sentido es difícil— rumiaba la voz faringítica de uno de mis cuñados (Ernesto el corrupto). Todo el mundo tiene un cuñado, es verdad. Los hay muy mimosos, bonachones y comprensivos. También están los huraños, ladrones y correvediles. Ahora en Navidad, aparecen como setas en octubre. No quiero entrar en el campo de la antropología para definir con mayor rigor al “personaje cuñado”, no tengo más que decir. Dejémosle el tema a los sociólogos o tertulianos de turno. Desde el fondo de la mesa, Armando (otro cuñado), se cree con derecho a hablar — ya que en esta ocasión— paga el homenaje culinario (con dinero de la diputación, donde trabaja) y se ha sentido molesto, aunque lo intentara disimular porque no le han preguntado a él. El menú ha sido muy esmerado y hecho con gran entusiasmo. A pesar de una cierta profusión por las salsas, solapara el auténtico sabor de las carnes. Nadie se quejó. Ya que las tajadas iban desapareciendo de los platos. El ritmo era vertiginoso: a carrillo suelto. Luego, doble ración de hogaza de pan casero. Más opiniones. Aquí todo el mundo se había subido al carro del mojarro con el opíparo menú. Alguien, dijo, con tono bajo:—Me ha gustado mucho.—Juraría, que era mi hermano mediano, Gorka. No obstante, conociendo a mi familia, se palpaba, una relativa tensión entre el primer y segundo plato, con profusión hacía el drama. Tengo cierta experiencia como buen gourmet, debido a mi trabajo y la cantidad de restaurantes donde suelo comer por reuniones. Era obvio, que el menú se había construido desde el interior del alma, donde me atisbaba un cierto cariz atormentado. Sin concesiones a lo excesivamente cocido y solo distanciado, lo justo. Independientemente, de la engañosa naturalidad. Una apreciación demasiado sibarita, con tanto comensal pedestre. 

 —A mí me ha parecido demasiado picante—susurra mi hermano Patxi (el segundo mayor), para no desentonar, él es así: un paso más allá de las reglas de la buena educación.

  Al menos, ha sido gratis—musita a mi izquierda, Óscar, el esposo de mi hermana (el cuñado bueno), Leyre, el más joven de toda la reunión.
           








Una pena las tostas—concluye, Óscar.

La expresión del chef denotó un relativo estupor, en torno, a los comentarios vertidos. Sin embargo, el camarero se llenó de un rubor, cuasi, anaranjado podría ser de gustazo, por el pitonazo, en la apreciación de Óscar o de pura envidia, por ser quien sacó los platos (los celos no son un buen negocio). Me pareció verle dar unos saltitos estilo Chaplin que provocó una sonrisa de medio gas en mi rostro.
            Todo lo contrario que los lameculos del otro lado del comedor. Sólo les ha faltado bajarse los pantalones y sacar un tarro de vaselina. La consecuencia más inmediata, ante el nuevo contexto, la puso nuestro hermano mayor, Iñaki, muy crecido. Espeto:
            —Quiero hacerle notar, si me permite, que la opinión de algunos de mis hermanos no importa tanto. Quizá les falta algo de formación—dice mirando hacia nuestro lado—. Yo entiendo que desearía usted obtener la inalcanzable unanimidad, lo que me parece humanamente comprensible, aunque también un poco inclinado a la peligrosa soberbia.
Pero lo primero es su propia satisfacción al probar sus creaciones, olvidando las críticas insolventes que la exposición al mundo nos propina, y solo hacer caso de los juicios bien fundados como los que algunos, pocos y elegidos, somos capaces de emitir.
No falla, Iñaki después de una botella de Muga entera para él. Es así.








—Otro whisky, guapa!—le pide Patxi a una camarera que tiene cara de propinarle un directo a la nariz. —No es una buena manera de dirigirse a una joven—.Y ponles también a estos dos—añade señalando al joven Óscar y a mí.

 Apúntalos a la misma cuenta que tú ya sabes— Voceó, Armando, desde el fondo, con un pacharán de más.

Al final, tras haberse comido un corral de vacas y beberse el Duero entero, la comida navideña, fue un éxito. Aún, quedaba la cena de Nochebuena. En fin, que la familia salió cantando villancicos con un tono etílico que tiraba para atrás. Obviamente, era Navidad y nadie se acordaba de la auténtica hada de esta familia. Nos despedimos y cerramos un año, más, en el que fuimos muy felices. En el fondo, el espíritu del caserío de la casa de la colina, seguía perviviendo entre toda la familia. Entró la primavera de la nueva década y de forma repentina; me atravesó un extraño desasosiego que se fue colando por el interior de mi estómago hasta recorrerme, entre desangelados escalofríos por la espalda. Me sentía mal. Afligido y temeroso. Pensé en llamar, a alguno de mis hermanos. Pero, no me atrevía y me dije a mí mismo hay que volver a la casa de mamá. Llegué a la vieja casa y noté que un aura de fragilidad se había apoderado del enlucido de las paredes. Incluso el empedrado del pórtico se notaba más agrietado. De nuevo, otra vez, envuelto en una cefalea horrorosa de las que últimamente, no se separan de mí. Me tomé unos comprimidos de ibuprofeno con Tramadol y busqué algo de alcohol. Encontré una vieja botella, de Napoleón. No estaba, nada mal, aquel jodido coñac del viejo.








                                                                                       
A pesar de haberme bebido dos copazos el dolor se hacía punzante. Como si alguien estuviera golpeándome dentro del cerebro con un martillo. Sentí que no estaba sólo y por primera vez, me vi, con la sensación de ansiedad y miedo, en la casa de la felicidad. De repente, escuché unos pasos por el pasillo de las habitaciones superiores.

—Mamá, eres, tú...
—Crujía el suelo de madera
—Y empecé a oler a Cerrutti Woman. (Esto, no puede ser verdad)
Entregado a la desesperación volví a tomarme otra copa y una pastilla. El dolor era idéntico a la sensación de miles de pinchazos de agujas en tus brazos. Era como el día de la marmota, en una sala de extracción de sangre de la SS. Entrabas. Pinchazo, salida, pinchazo y así 999 veces. El pulso, se aceleraba y desaceleraba. Tenía que subir las escaleras y ver qué demonios ocurría allí arriba.
—Venga, Asier. Tú puedes, qué cojones. Al llegar al quinto escalón noté como el suelo se resquebrajaba y me hundía, en dirección al sótano. Caí, mientras, gritaba—Ahhhhh!

De repente, olía, un efluvio perturbador. Ese aroma, tan sensual. —No puede ser. Otra vez, ese perfume. Y el techo con los travesaños de madera.
—Buenos noches, dormilón.
—Mamá, mamá! Eres tú…
—Claro que soy madre, tonto. Soy Izaskun Olaizola. Y tú, mi hijo Asier Iriarte Olaizola.
Es Navidad y estamos esperándote para cenar.—Vaya siestecita, machote…
—De verdad Ay, madre! Cuánto te quiero. Feliz Navidad.



                                                                  FIN



                  
                              Dedicado a Patxi Andión octubre 1947/diciembre2019 In Memoriam




Fotogramas adjuntados

The Apartament (1961) by Billy Wilder
Green Book (2018) by Peter Farrely
La gran familia (1962) by Fernando Palacios
A Smoky Mountain Christmas (1986) by Henry Winkler
Cash on Demand (1961) Quentin Lawrence
Christmas Story (1983) by Bob Clark












                    

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