La
solariega casa familiar quedó vacía y deshabitada a los pocos días del
fallecimiento de nuestra madre. Somos cuatro hermanos, aunque vivimos en
ciudades muy distantes del globo terráqueo. Desgraciadamente terminamos muy
alejados de aquel pequeño paraíso, lugar donde nacimos y pasamos una infancia
inolvidable. El devenir de la madurez y eso de la responsabilidad para la
supervivencia; trabajo. Han sido y lo siguen siendo nuestra asfixia diaria.
Esas denominadas obligaciones con el deber moral y ético, las cuales, nos han
obstaculizado resolver todo lo concerniente a la naturaleza de aquel hogar.
Nunca fuimos tan felices, en otro sitio, nunca. Y eso que he tenido la
oportunidad de viajar por medio mundo. Pero aquel caserío es lo que somos y le
debemos nuestra existencia. Mientras se iban resolviendo los trámites de la
herencia. Ésta, tiene la particularidad, que no pertenece a nadie. No tiene
deudas de catastro y otros gastos de mantenimiento, lo cuales, quedaban
cubiertos por una cuenta bancaria común, que dejamos abierta. Curiosamente, fui
yo, quien tomó la determinación de comprobar los mensajes telefónicos, ya que
nunca dimos de baja la línea de adsl. El gran operador nacional estaba con su
nueva consigna de llevar la fibra óptica hasta el último rincón de las montañas
norteñas. Pero, la adsl, era el sistema habitual de los lugareños de aquel
lugar. Empero, comprobé notificaciones grabadas y evitar posibles prontitudes
que pudieran quedar en el olvido, por culpa del abandono. No. No era el caso.
Sin embargo, hace como un par de días: el 24 de diciembre, día de Nochebuena.
Influido por la trascendencia del día e inconscientemente, acelerado. Sin
atisbos de relativas novedades. Comencé a pensar en el soniquete digital tan
característico de todo vecino en su aparador. Cuando sonó una llamada a
deshoras, ya fuera o no, para nosotros. Aquel zumbido se me engulló a la boca
del estómago e interrumpió el devenir de mi comida familiar, para la cual, me iba a preparar. Me asaltó la zozobra de un mal
presentimiento.
Me
quedé descolocado y nuevamente, sonó mi Smartphone que cogió mi sobrina, Usune
y dijo:—dígame. Alguien, contestó con un tono afable, y cautivador, una voz, calcada a la
de mi difunta madre. Me descoloqué, pero continúe ante el bullicio y el efecto
de las viandas junto a los grados de alcohol. Mi cabeza entró en un runrún. No
comenté nada. Además, Usune era una adolescente que no le interesaba lo más
mínimo las cuestiones pretéritas de mayores y puretas de turno. Todos nos
encontrábamos sentados en el típico restaurante que suele estar lleno de
comensales en los días navideños, donde, algún altanero y sudoroso chef
aparece, en escena, a preguntarte si nos había gustado la comida.
Koldo —Exquisita, maestro.
Pero, muy buena, demonios.
Chef—¿Rica o muy rica…— Observó la mirada de
los comensales.
Si el local es uno de los que acaba
de acceder a las tres estrellas Michelin y están en boga de la gente por
hacerse con una mesa: tienes que realizar una reserva con un año de antelación.
Esos chefs, que henchidos de ego, aguardan cientos de comentarios con una
sonrisa de oreja a oreja. Un ritual que siempre me ha dejado, la duda, si por
fingida piedad o puro sarcasmo.
Chef—¿La lubina estaba en su punto?
Koldo—Por
su camino.
Anónimo—Tururú
No sé quién lo ha dicho. Creo que
el camarero tiralevitas, con más de un grado en el cuerpo, que está detrás del
gran maestro.
—Cocinar
con sentido es difícil— rumiaba la voz faringítica de uno de mis cuñados
(Ernesto el corrupto). Todo el mundo tiene un cuñado, es verdad. Los hay muy
mimosos, bonachones y comprensivos. También están los huraños, ladrones y
correvediles. Ahora en Navidad, aparecen como setas en octubre. No quiero
entrar en el campo de la antropología para definir con mayor rigor al “personaje
cuñado”, no tengo más que decir. Dejémosle el tema a los sociólogos o
tertulianos de turno. Desde el fondo de la mesa, Armando (otro cuñado), se cree
con derecho a hablar — ya que en esta ocasión— paga el homenaje culinario (con
dinero de la diputación, donde trabaja) y se ha sentido molesto, aunque lo
intentara disimular porque no le han preguntado a él. El menú ha sido muy
esmerado y hecho con gran entusiasmo. A pesar de una cierta profusión por las
salsas, solapara el auténtico sabor de las carnes. Nadie se quejó. Ya que las
tajadas iban desapareciendo de los platos. El ritmo era vertiginoso: a carrillo
suelto. Luego, doble ración de hogaza de pan casero. Más opiniones. Aquí todo
el mundo se había subido al carro del mojarro con el opíparo menú. Alguien,
dijo, con tono bajo:—Me ha gustado mucho.—Juraría, que era mi hermano mediano,
Gorka. No obstante, conociendo a mi familia, se palpaba, una relativa tensión
entre el primer y segundo plato, con profusión hacía el drama. Tengo cierta
experiencia como buen gourmet, debido a mi trabajo y la cantidad de
restaurantes donde suelo comer por reuniones. Era obvio, que el menú se había
construido desde el interior del alma, donde me atisbaba un cierto cariz
atormentado. Sin concesiones a lo excesivamente cocido y solo distanciado, lo
justo. Independientemente, de la
engañosa naturalidad. Una apreciación demasiado sibarita, con tanto comensal
pedestre.
—A mí me ha parecido demasiado picante—susurra
mi hermano Patxi (el segundo mayor), para no desentonar, él es así: un paso más
allá de las reglas de la buena educación.
—Al
menos, ha sido gratis—musita a mi izquierda, Óscar, el esposo de mi hermana (el
cuñado bueno), Leyre, el más joven de toda la reunión.
—Una
pena las tostas—concluye, Óscar.
La
expresión del chef denotó un relativo estupor, en torno, a los comentarios
vertidos. Sin embargo, el camarero se llenó de un rubor, cuasi, anaranjado
podría ser de gustazo, por el pitonazo, en la apreciación de Óscar o de pura
envidia, por ser quien sacó los platos (los celos no son un buen negocio). Me
pareció verle dar unos saltitos estilo Chaplin que provocó una sonrisa de medio
gas en mi rostro.
Todo lo contrario que los lameculos
del otro lado del comedor. Sólo les ha faltado bajarse los pantalones y sacar
un tarro de vaselina. La consecuencia más inmediata, ante el nuevo contexto, la
puso nuestro hermano mayor, Iñaki, muy crecido. Espeto:
—Quiero hacerle notar, si me
permite, que la opinión de algunos de mis hermanos no importa tanto. Quizá les
falta algo de formación—dice mirando hacia nuestro lado—. Yo entiendo que
desearía usted obtener la inalcanzable unanimidad, lo que me parece humanamente
comprensible, aunque también un poco inclinado a la peligrosa soberbia.
Pero
lo primero es su propia satisfacción al probar sus creaciones, olvidando las
críticas insolventes que la exposición al mundo nos propina, y solo hacer caso
de los juicios bien fundados como los que algunos, pocos y elegidos, somos
capaces de emitir.
—No
falla, Iñaki después de una botella de Muga entera para él. Es así.
—Otro
whisky, guapa!—le pide Patxi a una camarera que tiene cara de propinarle un
directo a la nariz. —No es una buena manera de dirigirse a una joven—.Y ponles
también a estos dos—añade señalando al joven Óscar y a mí.
—Apúntalos a la misma cuenta que tú ya sabes—
Voceó, Armando, desde el fondo, con un pacharán de más.
Al
final, tras haberse comido un corral de vacas y beberse el Duero entero, la
comida navideña, fue un éxito. Aún, quedaba la cena de Nochebuena. En fin, que
la familia salió cantando villancicos con un tono etílico que tiraba para
atrás. Obviamente, era Navidad y nadie se acordaba de la auténtica hada de esta
familia. Nos despedimos y cerramos un año, más, en el que fuimos muy felices.
En el fondo, el espíritu del caserío de la casa de la colina, seguía
perviviendo entre toda la familia. Entró la primavera de la nueva década y de
forma repentina; me atravesó un extraño desasosiego que se fue colando por el
interior de mi estómago hasta recorrerme, entre desangelados escalofríos por la
espalda. Me sentía mal. Afligido y temeroso. Pensé en llamar, a alguno de mis
hermanos. Pero, no me atrevía y me dije a mí mismo hay que volver a la casa de
mamá. Llegué a la vieja casa y noté que un aura de fragilidad se había
apoderado del enlucido de las paredes. Incluso el empedrado del pórtico se
notaba más agrietado. De nuevo, otra vez, envuelto en una cefalea horrorosa de
las que últimamente, no se separan de mí. Me tomé unos comprimidos de
ibuprofeno con Tramadol y busqué algo de alcohol. Encontré una vieja botella,
de Napoleón. No estaba, nada mal, aquel jodido coñac del viejo.
A
pesar de haberme bebido dos copazos el dolor se hacía punzante. Como si alguien
estuviera golpeándome dentro del cerebro con un martillo. Sentí que no estaba
sólo y por primera vez, me vi, con la sensación de ansiedad y miedo, en la casa
de la felicidad. De repente, escuché unos pasos por el pasillo de las
habitaciones superiores.
—Mamá,
eres, tú...
—Crujía
el suelo de madera
—Y
empecé a oler a Cerrutti Woman. (Esto, no puede ser verdad)
Entregado
a la desesperación volví a tomarme otra copa y una pastilla. El dolor era
idéntico a la sensación de miles de pinchazos de agujas en tus brazos. Era como
el día de la marmota, en una sala de extracción de sangre de la SS. Entrabas.
Pinchazo, salida, pinchazo y así 999 veces. El pulso, se aceleraba y
desaceleraba. Tenía que subir las escaleras y ver qué demonios ocurría allí
arriba.
—Venga,
Asier. Tú puedes, qué cojones. Al llegar al quinto escalón noté como el suelo
se resquebrajaba y me hundía, en dirección al sótano. Caí, mientras,
gritaba—Ahhhhh!
De
repente, olía, un efluvio perturbador. Ese aroma, tan sensual. —No puede ser.
Otra vez, ese perfume. Y el techo con los travesaños de madera.
—Buenos
noches, dormilón.
—Mamá,
mamá! Eres tú…
—Claro
que soy madre, tonto. Soy Izaskun Olaizola. Y tú, mi hijo Asier Iriarte
Olaizola.
Es
Navidad y estamos esperándote para cenar.—Vaya siestecita, machote…
—De
verdad Ay, madre! Cuánto te quiero. Feliz Navidad.
FIN
FIN
Dedicado
a Patxi Andión octubre 1947/diciembre2019 In Memoriam
Fotogramas
adjuntados
The
Apartament (1961) by Billy Wilder
Green
Book (2018) by Peter Farrely
La
gran familia (1962) by Fernando Palacios
A
Smoky Mountain Christmas (1986) by Henry Winkler
Cash
on Demand (1961) Quentin Lawrence
Christmas
Story (1983) by Bob Clark
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